No estamos solas en medio de la violencia contra las mujeres, pero tampoco puedo decir que hemos estado juntas. Y no hablo de sororidad o falta de ella, necesariamente. Hablo más bien de silencio y normalización. De eso nos dimos cuenta en abril de este año cuando en las redes venezolanas (que no son solamente las redes de y en Venezuela) estalló un “MeToo”, que se llamó “YoTeCreoVzla”; que habíamos estado esperando y que casi pensamos que no llegaría.
Análisis sin números
De estos procesos se puede decir mucho, pero no todo se apoya en números precisos. Su naturaleza, de hecho, es sumamente caótica y desordenada. Y si a eso agregamos el caos de la red y el desastre que Venezuela y los venezolanos llevan en la espalda, tenemos una ecuación demasiado difícil de calcular. Con ayuda de otras compañeras dibujamos una suerte de línea del tiempo que va más o menos como sigue: ya había habido denuncias anteriores, pero el golpe fuerte vino el 20 de abril de 2021 con la creación de la cuenta undefined(https://www.instagram.com/alejandrosojoestupro/) (que aún cuenta con más de nueve mil seguidores), haciendo referencia al músico del mismo nombre y que había sido denunciado ya en 2018, también por las redes. La denunciante, que había tomado el nombre de “Libertad”, tuvo que borrar la cuenta que había abierto en Twitter por la inmensa cantidad de reacciones de burla y de violencia en la red.
Lo diferente de este año es que la cuenta de Instagram recopiló denuncias de varias mujeres y lo que siguió fue un comunicado del músico, que cerró luego su propia cuenta en Instagram. En paralelo, numerosas artistas del mundo del teatro dejaron testimonios en video por Instagram y de ahí el hashtag #YoTeCreoVzla. Yo - te - creo. A diferencia de todas las personas que las rodearon durante años, quienes publicaban y comentaban con el hashtag en Instagram, en Twitter o en Facebook declararon denunciar y creer en las denunciantes. Lo que siguió fue una avalancha de denuncias imposible de parar que saltaron del mundo de la música y el teatro al resto del mundo de la cultura.
A diferencia de todas las personas que las rodearon durante años, quienes publicaban y comentaban con el hashtag en Instagram, en Twitter o en Facebook declararon denunciar y creer en las denunciantes.
Para el momento en el que empecé a seguir la discusión, el hashtag estaba en llama viva y dentro de muchísimas conversaciones públicas y privadas. Como yo, imagino, muchísimas venezolanas pasaron horas, o incluso noches enteras, leyendo, escuchando, comentando; y del mismo modo, para quienes están en la diáspora, también como yo, el efecto fue despersonalizante. Abrir el teléfono es entrar en un terremoto y apagarlo es no entender cómo es que la tierra no tiembla fuera de la pantalla. Esto, la diáspora, es un elemento importante en la conversación venezolana, además. También creo que debe haber sido un factor en el impulso del hashtag (pero me es imposible apoyarlo aquí con números coherentes), porque no es lo mismo seguir una conversación de este tipo cuando somos los peces que no saben lo que es el agua, que cuando estamos en muchos otros países con los que tuvimos que comparar distintas expresiones de machismos y misoginias. Ni hablar del impulso que nos dio el que en la región hubiese habido ya olas de “Me too” que pudiéramos seguir, leer y comentar en nuestro idioma.
Es por eso también que me permito poner en marcha un texto que habla de lo colectivo en primera persona, y de movimientos sociales que marcan un antes y un después, pero cuyos sonidos vienen a través de videos y notificaciones. Mis fuentes no son exactamente números exactos, sino la experiencia de leer testimonios, ser testigos del dolor de muchas, ver circular cientos (¿o miles?) de tuits, posts, stories, videos y comentarios; y además, de verse reflejada en más de una de las historias que se están contando.
Avalanchas que hacen tic tic tic
Los días más duros de #YoTeCreoVzla los pasé en las redes, y también en WhatsApp, donde prácticamente toda persona que haya dejado el país tiene cualquier cantidad de grupos de conversación con los que se mantiene al día de lo que pasa con la familia y con los afectos repartidos por el mundo. Ese es también mi caso, en especial con mis amigas más cercanas, a quienes pedí audios contándome qué recuerdan de esos días, además de adentrarme en la jungla de audios y mensajes también de esos días en nuestro grupo.
Tanto mis amigas como yo hemos hecho carrera en la academia, así que en buena parte estábamos a la expectativa de ver si la ola llegaba hasta figuras universitarias. Sabemos de casos muy graves que algunas de nosotras conocimos de cerca, incluso con figuras míticas de la academia en Venezuela, a las que aún hoy siguen defendiendo aunque se sepa de sus abusos y aunque mis amigas, en su gran valentía, tomaran también las redes para nombrar a quienes debían.
Yo esperaba que me contaran de testimonios particulares que las hubiesen marcado, o de esta experiencia de verlo todo por las redes desde el extranjero (todas estamos fuera de Venezuela). Recuerdo que mucho de lo que conversamos en ese momento tenía que ver también con seguridad digital, un tema del que hablo rara vez con mis amigas, pero que vino a cuento con la inmensa violencia de la respuesta a muchas de las denunciantes. Pensé también que algo habría de eso al mirar atrás y pensar en esas conversaciones, que fueron muchas y muy intensas. Sin embargo, al sacar la cuenta, veo que tanto entonces como ahora, buena parte de lo que hablamos y recordamos fueron nuestras experiencias propias al ver todo lo que se contaba.
Recuerdo que mucho de lo que conversamos en ese momento tenía que ver también con seguridad digital, un tema del que hablo rara vez con mis amigas, pero que vino a cuento con la inmensa violencia de la respuesta a muchas de las denunciantes.
En los audios que me enviaron para armar este artículo con algo de coherencia, las referencias tenían mucho que ver con cosas que habían visto, con eventos del pasado en el que atravesaron, o fueron testigos, de acosos y violencias en muchos grados que todo su entorno veía como normales, justificables o incluso caricaturales. Creo que por eso es tan fuerte también que el hashtag llevara el nombre “Yo te creo” en lugar de “Yo también”. La inmensa mayoría de las denuncias que yo misma leí pintaban retratos tan conocidos y tan comunes, que no me hacía falta demasiada corroboración para saber que era cierto. Las historias compartidas se volvieron una suerte de espejos en las que si no nos vimos a nosotras mismas, vimos a mujeres cercanas. Y así, de lo digital y lo que creemos virtual, pasamos rápidamente a la experiencia compartida, presente o pasada, en el que era imposible ya creer, como siempre, estar al margen de lo que pasa en el mundo.
Aquí vale la pena destacar algo en lo que pensamos poco, y es el golpe de ver estas historias a repetición sabiendo que son ciertas. Lu Ortiz, que acompañó a muchas en la dolorosa experiencia de la denuncia y de estar al frente de movimientos de este tipo, me explicó que estos procesos son ejercicios de sanación y que el mero hecho de que sucedan constituye un paso colectivo e innovador hacia adelante. También me ayudó a apuntar que no hay método de seguridad digital que proteja a las mujeres que denuncian, mucho menos a las participantes que viven en su cuerpo el dolor de ver y ser parte de estos testimonios
Ahí se hizo claro un elemento que se reveló en esta experiencia y que le pone un sello más a la idea de que vivimos en virtualidades reales y que da la razón a las activistas ciberfeministas que insisten en el autocuidado on y offline: los dolores que ponemos en las redes los vivimos en carne viva; y citando directamente a Lu Ortiz, “no hay seguridad digital que cuide el cuerpo”. Al poner todas las notas juntas pienso en los testimonios de mis amigas, antes y ahora: el caos, el agotamiento, el insomnio, el dolor físico, la imposibilidad de describir el estado anímico. Todos elementos que se pierden en la gran tormenta de las denuncias que por no tener otro espacio se van a las redes, y que aunque de algún modo logren cambiar ciertas cosas, ahí también recibirán violencia.
Los dolores que ponemos en las redes los vivimos en carne viva.
Sororidades virtuales y sororidades reales
De todo esto hace ya seis meses. “Yo te creo Venezuela” sigue activo apoyando causas y recogiendo denuncias. Al parecer, la cantidad que recibieron entre abril y mayo fueron incontables y aún no paran. En mayo conversamos mucho sobre adónde nos llevaría esta sanación colectiva. Yo pensé en las mujeres periodistas que intentaron pocos años antes denunciar colegas durante otra “ola de Me Too” y hasta qué punto nada más pensar hacerlo y comunicarlo a cercanos fue fuente de estrés y agotamiento. Todas pensamos que quizás esta conversación no sería como las otras y que a partir de esto daríamos otros pasos de reconocimiento colectivo. A pesar de la violencia en las respuestas. A pesar de la polarización política; porque, por supuesto, esto también jugó un gran papel. Magdalena López apunta, de hecho, cómo el conflicto político formó parte de los silencios que se impusieron en muchos casos de abuso y se centró en el caso que hizo que la conversación se detuviera de un solo golpe.
Con esto me refiero al suicidio en Buenos Aires de un escritor relativamente conocido: Willy McKey, que había sido denunciado por estupro en redes. La denunciante creó un perfil seudónimo para contar lo que pasó, los seguidores de McKey buscaron desacreditarla y revelar su identidad. McKey reconoció su culpabilidad en Instagram y buscó formar parte de la conversación, pero otras denuncias agregaron peso al rechazo contra el escritor, que se vio además amenazado por personeros del gobierno de Venezuela que buscaron aprovechar la oportunidad para echar mano de un personaje conocido de la oposición.
Una de mis amigas en mi grupo de WhatsApp terminó borrando su cuenta de Twitter y contó en el grupo que sentía haber sido testigo y hasta cierto punto partícipe, aunque lejana, de una lapidación colectiva. Y no fue la única. Las redes parecieron detenerse largo rato, sacudidas. Desde entonces la conversación siguió, pero con mucho menos visibilidad. Al trauma del abuso, la joven que denunciara a McKey tiene también que lidiar con semejante final. Más duelos y más lutos. Más emociones grises y complejas que a varias mujeres les tocará llevar encima. En lo colectivo, yo me atrevería a hablar de un silencio difícil de llevar y una conversación urgente, pero inconclusa. Una en la que el número de indignados y atónitos prestos a apuntar con el dedo fue tal, que nos dejaron preguntándonos en qué Venezuela vivían. Pienso, además, en los episodios dentro de la región que tuvieron movimientos similares antes y después, como el caso en México de Armando Vega Gil en 2019 y el de José “Fofito” Morales en Puerto Rico este año. Todos con inicios igual de duros y finales igual de amargos.
Pienso, no obstante, a pesar de las indignaciones cínicas de muchos personajes conocidos de la cultura venezolana y las respuestas violentas que son casi ya un cliché, que después de abril de 2021 no seremos los mismos, ni seremos las mismas. Creo que muchas palabras tratadas con ingratitud van a poder encontrar su espacio. Creo que la visión de la crisis y de la violencia en Venezuela tendrán que adoptar enfoques que salgan de las redes y de simples enunciados. También pienso en esto como una gran lección en seguridad digital: cuidarse en línea tiene que pasar por cuidar no solo los datos, sino lo físico y lo anímico. Necesitamos de espacios de apoyo, de escucha y de intercambio de estas estrategias. Y no digo que no existan, pero sí digo que tenemos que expandirlas mucho más y hacerlas parte de lo que entendemos como autocuidado digital.
También pienso en esto como una gran lección en seguridad digital: cuidarse en línea tiene que pasar por cuidar no solo los datos, sino lo físico y lo anímico.
Al final, la diáspora que participó en esta difícil conversación formará, espero, comunidades y acompañamientos que harán que se avance, así sea un poco ayudándose de terrenos digitales. En mi caso al menos, haber pasado por esto me mostró los círculos de activismo que ignoraba en Venezuela y que no pude conocer sino al estar fuera y tener mi propia computadora con acceso libre a internet. Ni hablar de la oportunidad de hablar de seguridad digital con mis mujeres más cercanas y más queridas. También me dio permiso para pensar en posibilidades de crecimiento para mujeres ayudadas por otras mujeres, uno que se expanda, tal como las comunidades de venezolanas, más allá de nuestras fronteras.
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