Como cualquier entidad racional, el algoritmo aprende
cómo modificar el estado de su entorno
-en este caso, la mente del usuario- para maximizar su propia
recompensa. Las consecuencias incluyen la resurgencia del fascismo,
la disolución del contrato social que sostiene las democracias
en todo el mundo...
Stuart Russell, “Human Compatible”
Escribo esto en momentos oscuros. Treinta años después de la caída del bloque Soviético, América Latina se ve atravesada de un ciclo de insurrecciones y represión. Si bien se puede argumentar que a través de la red podemos propagar información, noticias y tácticas más rápido que nunca, su propia arquitectura podría estar haciéndonos vulnerables al retorno de los dogmatismos religiosos, el fanatismo y la manipulación por parte de los grupos de poder.
El pensamiento como cultura de resistencia
«Si así fue, así pudo ser; si así fuera, así podría ser; pero como no es, no es. Eso es lógica» - dice un personaje de Alicia a Través del Espejo. La obra de Carroll no fue sólo para las niñas reprimidas por la moral de la época: el matemático también quiso popularizar, mediante el juego, el uso de la lógica como entretenimiento intelectual para adultos, en la creencia de que su dominio podría vacunarnos contra la brutalidad de la irracionalidad.
Es una idea ampliamente compartida entre las y los académicos que acceso a más y mejor cultura es condición necesaria y suficiente para acompañar la emancipación de cualquier pueblo. Claro que ¿quién define qué cultura, y quiénes son los incultos, es decir, los no cultivados, y quiénes los aculturantes, es decir, los invasores1?. Quizás de ahí vino lo de querer más y mejor internet – para acceder, supongo, a eso que llaman cultura, o sea páginas, portales, audios y videos que antes no teníamos porque era chiquito el número de los canales de televisión. O tal vez me confundo con entretenimiento.
Desde el afuera de las hegemonías (¡y desde las lenguas indígenas!), existen modalidades de pensamiento que obedecen a otros ritmos, a otra visión del mundo, que apelan a la racionalidad colectiva, que resisten el embate de la pulsión rápida y viral – enceguecida por una emocionalidad instrumental e inducida. Sólo hay que reconocerlas, nutrirlas y amplificarlas. Porque el código, a fin de cuentas, es sólo una lógica, y un lenguaje.
Memes para tiempos de crisis
¿Qué aportan los códigos de la red a nuestro quehacer político? La potencia de la máquina-red no es la de aumentar nuestra inteligencia, sino la de proveernos de inmediatez y viralidad (la frase de “por favor, viralicen este audio” me ha hecho dudar sobre la fiabilidad del mensaje, al hilo de la coyuntura boliviana estos últimos días).
Por su propio diseño, la potencia de esa cosa mágica que llaman “redes sociales” no es la del diálogo, ni la de contraponer argumentos o contrastar información: yo diría que el oficio del periodismo está tan tocado de muerte como la capacidad de la sociedad civil para un análisis crítico de situaciones complejas en el momento apropiado.
Hay a quién le preocupa qué le está haciendo el internet a nuestras mentes. Podríamos asumir, de la mano de Haraway, que ya somos cyborgs, que en cierto modo siempre lo fuimos, y que mejor haríamos en entender cómo funciona la difusión de ideas y el contagio en este nuevo campo de juego – en la gigantesca “Máquina de Odio” que es internet. Biella Coleman, entre otras autoras, nos advierte que hay que tener cuidado con dejar que nos secuestren la narrativa (al hilo de la hipótesis reduccionista de que “los trolls de internet dieron paso a Trump”), y nos recuerda que la realidad, siempre, es más compleja.
Trump, el fundamentalismo religioso-militar de Bolsonaro (eso que ya pensábamos formaba parte del pasado en nuestra región), el reciente no-golpe en Bolivia… no son tanto la enfermedad como un síntoma de ella. Bolsonaro no es Bolsonaro: es el equipo, la metodología de campaña, pero también la gente que le puso en el poder, los resortes que fueron tocados en las mentes de cada persona para provocar una respuesta emocional.
Estoy de acuerdo con Biella: los trolls no tienen poderes mágicos. Pero, del mismo modo que se nos mostraba hace quince años en el documental “Our Brand Is Crisis”, las elecciones tienen su ciencia. Ésta sostiene meticulosamente ese escenario público donde, citando de nuevo a Carroll, “todo cambia para seguir en el mismo lugar”. Y en ese juego cada actor juega sus fichas en un tablero de naturaleza desigual.
Es con nuestra complicidad que, cada vez que compartimos un enlace o miramos una noticia, estamos permitiendo a los artificieros de estas campañas políticas obtener datos más precisos para hacer sus cálculos y modular sus voces de ventrilocuos. Estamos prisioneras de esa misma máquina neuro-capitalista que polariza los discursos, porque está programada para eso (el día de las elecciones es sólo un ejemplo más de la competición por los clicks y por la atención durante el resto del período).
Hemos alimentado esa máquina, y alegar ignorancia sobre la economía que sostiene a las redes sociales no es excusa. Ingresar ahí fue voluntario – aunque hayamos sido llamadas con engaños. Ya he perdido la cuenta de en cuántas colectivas autónomas hemos tenido esa discusión: “hay que estar ahí porque es ahí donde está la gente”, “yo sólo lo uso para hablar con la familia, pero nunca para las campañas del colectivo”, “nuestra colectiva sólo tiene una página para la difusión”. Creíamos que podíamos jugar y ganar el juego de los memes contra una gran industria. Creíamos que podíamos contrarrestrar a los machitrolls teniendo siempre a mano un GIF o un sticker ingenioso. Creíamos que la alt-right era cosa de incultura y adolescentes que se aburren. Y después de jugar ese juego, cuando un puñado de actores tienen el control global sobre qué se viraliza y cuándo, nos sorprende que las noticias falsas se propaguen como la pólvora.
Tristemente, es con nuestra presencia que hemos validado las herramientas de mensajería y las redes sociales comerciales como un medio de comunicación legítimo, y como fuente de información fiable. A cada taller de “activismo digital” financiado por el Tecnosolucionismo Global™️, a cada lista de correo en un servidor autónomo que era reemplazada por un grupo de Whatsapp (que sí, que se pueden infiltrar), a cada nuevo video que subíamos, caminábamos sin quererlo un paso más cerca del abismo semiótico que hoy nos horroriza – y nos reprime.
Cuando un puñado de actores tienen el control global sobre qué se viraliza y cuándo, nos sorprende que las noticias falsas se propaguen como la pólvora
Bienvenida a la Era de las Tinder-Politics
La idea es que la propia naturaleza de la tecnología digital podría estar favoreciendo el auge de los populismos y la polarización. No sé si estamos preparadas para asumir las consecuencias de esta idea: pensábamos que programábamos a la máquina, pero después de pedirle que maximizara una función de utilidad, es posible que la máquina esté programando nuestro comportamiento.
Las lides del activismo, o de la política partidaria, o de la publicidad, serían puntos de un mismo continuum, donde la sociedad entera estaría participando de una experiencia de condicionamento, a base de bucles de estímulo y respuesta. Este bucle operaría de modo similar al funcionamiento de Tinder: la persona juzga a cada momento lo que se presenta ante sí, deslizando su dedo imaginario a derecha o izquierda a cada micro-estímulo, buscando la gratificación inmediata y la confirmación de sus sesgos cognitifvos. La difusión en redes occure así, a golpe de dopamina, saltándose la necesidad de pasar por el filtro editorial de la prensa tradicional. Cosa que por cierto alegra bastante a los populistas.
De nuevo, la culpa no es de la tecnología. Pero esa tecnología está inmersa en una maraña de causas y efectos, una red que ecualiza y amplifica las consecuencias de cada modalidad de comunicación de una forma muy particular. Cuando alguien argumenta un dato con estadísticas, se podrían analizar las premisas y examinar la metodología que sostiene las conclusiones. Si tenemos dudas, podemos pedir a alguien de nuestra confianza que analice esas conclusiones y señale sus debilidades. Sin embargo, la arquitectura de la información en estos medios hace que primen las respuestas tajantes, emocionales, cortas y poco argumentadas pero populares: decir “¡mierda!” obtendrá más likes, y lleva menos tiempo que hacer números. Hace pensar que la herramienta no fue diseñada para cuidar la convivencialidad, sino todo lo contrario.
Nos venden que lo electrónico será más seguro (la Universidad de Stanford, por ejemplo, argumenta que el voto electrónico reduciría la posibilidad de fraude). La experiencia, por el contrario, nos dice que al volverse electrónicas, lo más probable es que las elecciones también se hackeen – y hablamos, a la vez, de la dualidad de las campañas electorales y el conteo de sus resultados. Mientras en el norte se había normalizado que cualquier campaña hacia la sociedad civil (ya se trate de una ONG convenciéndonos de algo, de lobbistas reclutando senadores o de partidos pidiéndonos su voto) gastará su plata en TwitterBots o anuncios en Facebook, Jair Bolsonaro fue un pionero en la contratación ilegal de cientos de miles de mensajes de Whatsapp, destinados a atacar al PT, distorsionar la opinión pública e influir decisivamente en la campaña electoral. No es casualidad entonces que sus minions gritaran fervorosamente eso de “¡Whatsapp, Facebook!” la noche de las elecciones.
.De nuevo, la culpa no es de la tecnología. Pero esa tecnología está inmersa en una maraña de causas y efectos, una red que ecualiza y amplifica las consecuencias de cada modalidad de comunicación de una forma muy particular
En la boca del lobo
Nosotras solitas, las propias organizaciones y colectividades que dimos un día el paso de abrazar el marketing social, fuimos las que nos vinimos a meter en la boca del lobo, creyendo que al meternos en las lógicas mediáticas del capital (audiencias, audiencias, audiencias) sacaríamos algún beneficio para nuestra causa.
Del mismo modo, creo que aún estamos a tiempo de salir. ¿Cómo? Tal vez podríamos comenzar por reconocer que, junto a muchos otros, somos agentes con objetivos encontrados, que propagan información en un enfrentamiento asimétrico. Que el enemigo tiene más visibilidad del terreno de juego (ya que pueden interceptar, filtrar o manipular la información que circula por sus redes centralizadas). Y que, pese a que nos divierta lo inmediato de los nuevos formatos, tenemos que tomárnoslo con calma antes de delegarles una parte tan importante de nuestras vidas como la reflexión, organización y comunicación colectivas. No ser como ellos incluye no dejarnos reducir a un número, una métrica, un eslógan. Porque nuestros planes no caben en sus tweets.
Y entonces, ¿qué hacer? Quizás sea hora de desertar de la utopía digital y pasar a una comunicación más analógica. Me parece que tendríamos que pensar más en los términos del ferrocarril subterráneo y dejarnos de tanto whatsappear, que los GIFS no detienen las balas.
Quizás nos toca darnos un tiempo para el cara a cara para encontrarnos y contarnos, sin prisas, qué es lo que queremos hacer, y cómo vamos a hacerlo. Y mientras tanto, si quiera como pasatiempo y de cara a vacunarnos contra tanta chabacanería, darle importancia también a entrenarnos, parafraseando al autor de Alicia a Través del Espejo, en “el poder de detectar falacias y despedazar los argumentos insustancialmente ilógicos que encontraremos de continuo en las redes, en los foros, en youtube e incluso en los sermones evangélicos, y que con tanta facilidad engañan a los que nunca se han tomado la molestia. Inténtenlo. Es lo único que les pido.”
Footnotes
1“El conflicto que se observa hoy día es realmente un choque, por un lado, entre la cultura de la máquina y la cultura hispanoamericana... El término cultura de la máquina denota, mejor que ningún otro, la compleja cultura internacional que ahora emana de Europa, Norteamérica y el Japón, como centros de agresión”. Maya Etnology: The Sequence of Cultures, Oliver La Farge, 1940.
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