Tras un simple vistazo, las cifras son elocuentes y tristes. Ser mujer en América Latina y el Caribe es exponerse diariamente a la violencia material y simbólica.
Por ejemplo, nuestro continente tiene una abrumadora mayoría de países que mantiene una prohibición absoluta del aborto: Chile, El Salvador, Nicaragua, Honduras, Haití y Surinam. Pero incluso los países que ya han legislado sobre cierto tipo de aborto, constantemente reciben estocadas conservadoras que pretenden hacer retroceder a los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres.
Las cifras tampoco son alentadoras con respecto a los femicidios. Al menos 1.678 mujeres fueron asesinadas en 2014 por razones de género en catorce países de América Latina y tres del Caribe, según datos oficiales recopilados por el Observatorio de Igualdad de Género de América Latina y el Caribe de la CEPAL (Comisión Económica para América Latina y el Caribe). Es más, según cifras de ONU Mujeres, de los 25 países del mundo con las tasas más altas de femicidio, catorce están en América Latina y el Caribe.
Pero estas no son las únicas formas de violencia. La CEPAL también ha alertado sobre el abuso perpetrado en la calle y en el sistema de transporte de las ciudades contra las mujeres, el cual constituye “una de las formas más minimizadas y naturalizadas de la violencia contra las mujeres”. El acoso sexual callejero (ASC) es definido por el Observatorio Contra el Acoso Callejero de Chile (OCAC) como las “prácticas de connotación sexual ejercidas por una persona desconocida, en espacios públicos como la calle, el transporte o espacios semi públicos (centros comerciales, universidad, plazas, etc.), que suelen generar malestar en la víctima. Estas acciones son unidireccionales, es decir, no son consentidas por la víctima y quien acosa no tiene interés en entablar una comunicación real con la persona agredida”.
Para Sol Bauzá de OCAC Uruguay, este tipo de acoso es “parte de la violencia de género y de la llamada cultura de la violación, un fenómeno cotidiano y perceptible pero que la ciudadanía y el gobierno están minimizado en su gravedad y en su ataque a los derechos, en especial de las mujeres, a la convivencia, al usufructo de los espacios públicos y la circulación”.
Efectivamente, se trata de un fenómeno que se escuda en la naturalización y tradición de la violencia machista, a pesar de que las cifras son escalofriantes. Por ejemplo, de acuerdo con la Primera encuesta de acoso callejero en Chile, realizada por el OCAC, 94,7 por ciento de las mujeres ha sido víctima de acoso sexual callejero. En Perú, entre tanto, una encuesta del Instituto de Opinión Pública de la Pontificia Universidad Católica del Perú sobre acoso sexual callejero realizada en 2013, constató que siete de cada diez mujeres, de entre 18 y 29 años, han sido víctimas de acoso callejero en los últimos seis meses. La cifra se incrementa en Lima, donde las víctimas son nueve de cada diez.
Los efectos de este tipo de acoso en las mujeres son evidentes. Desde un impacto psicológico hasta en sus rutinas diarias, según OCAC Chile, las víctimas prefieren cambiar los recorridos habituales por temor a reencontrarse con el o los agresores; modifican los horarios en que transitan por los espacios públicos; optan por no desplazarse solas por estos espacios compartidos; e incluso prefieren modificar su modo de vestir buscando desincentivar el acoso.
De esta manera, “las prácticas de abuso y acoso sexual constituyen un obstáculo de importancia para el ejercicio de la libertad de tránsito y movilidad de las personas, especialmente de las mujeres y las niñas, lo que afecta sus capacidades y oportunidades de desarrollo”[1]. Es, en definitiva, pura expresión de violencia de género en tanto también es una forma de adiestramiento del comportamiento social que se supone las mujeres deben tener en los espacios públicos. Es que como ONU Mujeres (2006) ha establecido, la violencia de género se refiere no sólo a aquella dirigida contra una persona en razón de su género, sino también a las expectativas sobre el papel que esta persona deba cumplir en una sociedad o cultura.
sin un cambio cultural en nuestros países, sin una revolución feminista en las bases del patriarcado, todo cambio legislativo sería nimio.
La irrupción en el debate público y legal respecto a las diversas dimensiones del acoso callejero en América Latina en los últimos años demuestra la implacable lucha de las diversas activistas feministas para considerar los espacios públicos como lugares de respeto y ejercicio de derechos de todos y todas, sin importar el género de las personas. Pero ¿qué ocurre cuando emergen con fuerza otros espacios públicos como internet en la región para la apropiación de las mujeres? ¿Puede el acoso callejero tener un reflejo en los espacios virtuales?
La cultura del acoso online
La mayor diferencia de la violencia contra las mujeres en espacios como internet, es que esa violencia está mediada a través de tecnología: ya no es la plaza pública, la calle o los pasillos de una universidad; esta vez, la violencia de género es cometida, agravada o instigada a través de plataformas tales como los mensajes de texto, las redes sociales, llamados telefónicos, entre otros.
Como afirma Namita Malhotra, este tipo de violencia también tiene efectos concretos en la vida de las víctimas: “infringe el derecho de las mujeres a la autodeterminación y a su integridad física. Afecta la capacidad de las mujeres para moverse libremente, sin miedo a ser vigiladas. Les niega la oportunidad de crear sus propias identidades en línea, y a desarrollar y participar de interacciones sociales y políticas significativas”.
Lamentablemente, las cifras de violencia contra las mujeres relacionada con la tecnología no son comunes en esta parte del continente. Sí se sabe, gracias a un mapeo del fenómeno hecho por APC a nivel mundial entre los años 2012 y 2014 que, entre otras cosas, hay tres categorías principales de mujeres que enfrentan este tipo de violencia: una mujer en una relación íntima con una pareja que resulta violenta; una sobreviviente de violencia física o sexual; una profesional con perfil público que participa en espacios de comunicación (por ejemplo, periodistas, investigadoras, activistas y artistas).
Respecto al último apartado, Fundación Karisma avanzó en un estudio cualitativo sobre la violencia online contra periodistas mujeres en Colombia, y concluyó que “los ataques en línea a una mujer tienden a ser personalistas con frecuentes referencias a las relaciones personales y familiares; descalificativos en cuanto a la apariencia física y la capacidad intelectual; y sexualizados, en donde el cuerpo es usado como arma y campo de batalla. La intimidación no cae en las ideas o los argumentos, sino más bien en el hecho de que es una mujer quien se expresa y opina públicamente”.
al igual que el acoso callejero, el acoso en internet supone un ataque altamente sexualizado, donde los cuerpos de las mujeres son el blanco del ataque y donde incluso campean las amenazas de ataques sexuales concretos.
Este tipo de ataques suelen tener la forma de acoso en línea, uno de los tipos de violencia más comunes y masivos en la red, en tanto una sola víctima puede recibir cientos de miles de mensajes al día de esta naturaleza. Como afirman Estefanía Vela y Erika Smith en la publicación "Internet en México: Derechos humanos en el entorno digital", el acoso en línea usualmente consiste en el envío de imágenes o comentarios sexuales no deseados. También se pueden encontrar casos de mujeres que, sin recibir directamente este tipo de comentarios, se convierten en el objeto de una discusión en línea. Vale incluir, además, los mensajes sexistas que pueden recibir las mujeres al participar en los espacios públicos en internet.
Como se puede concluir, al igual que el acoso callejero, el acoso en internet supone un ataque altamente sexualizado, donde los cuerpos de las mujeres son el blanco del ataque y donde incluso campean las amenazas de ataques sexuales concretos.
Y, como era de suponer, al igual que con el acoso callejero, se trata de un fenómeno que se escuda en la naturalización y tradición de la violencia machista. La primera reacción ante cualquier resistencia contra el acoso en línea de las mujeres, es la minimización del problema. Si nos basamos en lo que afirma Malhotra, los puentes entre el acoso callejero y el ocurrido en internet en esta parte del continente son evidentes: la banalización de la violencia en línea en América Latina se debe a que, inmersos en una cultura patriarcal, existe una tradición de impunidad y los casos de acoso callejero, violación y ataque sexual rara vez se denuncian y se llevan a la justicia: “En estas circunstancias, los incidentes de violencia contra la mujer relacionada con la tecnología resultan doblemente trivializados y en esto juegan un papel factores como clase, casta, etnia y raza”.
Las resistencias
Un recuerdo personal: en un foro público para discutir sobre el acoso en línea de la mujer en México, organizado por Derechos Digitales, APC y Social TIC en agosto del 2015, la discusión se concentró en tres aspectos que, en general, son los que dominan en este tipo de intervenciones: las políticas públicas en las que se debe avanzar, el papel del sector privados (en este caso, sobre todo, cómo reaccionan empresas extranjeras como Facebook, Twitter o Google ante este problema) y las prácticas sociales (particularmente, las que tienen como protagonista a la policía al recibir este tipo de denuncias). De pronto, una mujer del público tomó la palabra y, sin demora, puso en jaque todos esos argumentos. Según ella – y con razón - poco se podría esperar de las políticas públicas y de las prácticas policiales cuando se trata de Estados como el mexicano: corruptos y sin credibilidad en sus instituciones (¡cuántos estados latinoamericanos caben en esa definición!). Su reflexión, que fue más profunda que lo plasmado aquí, apuntaba al hecho fundamental de que, sin un cambio cultural en nuestros países, sin una revolución feminista en las bases del patriarcado, todo cambio legislativo sería nimio.
En cierto sentido, aquella misma reflexión se puede observar en las agrupaciones contra el acoso callejero que, además de concentrar sus dardos en políticas públicas concretas, han organizado sendas campañas públicas que tratan de incentivar un cambio cultural en nuestros países. Por ejemplo, la popular Chega de FiuFiu (“Basta de FiuFiu”) o #CarnavalSemAssédio (#CarnavalSinAcoso) apuntan al corazón del machismo brasileño escudado en prácticas culturales; lo mismo hace la red de Observatorios Contra el Acoso Callejero de Latinoamérica a través de su reciente campaña #NoEsMiCultura, que busca desmitificar la idea de que el acoso callejero es parte fundamental de la identidad latinoamericana.
Las resistencias con respecto a la naturalización cultural del acoso en línea también han tomado formas muy interesantes en estos últimos años en América Latina. A la versión en castellano de Take Back the Tech! (“Dominemos la tecnología”) de APC, se suman propuestas como Alerta Machitroll de Karisma, que se vale del humor para identificar comportamientos que atentan contra los derechos de las mujeres a expresarse y compartir opiniones en internet. El empoderamiento sexy de las mujeres y la comunidad LGBT con respecto a la seguridad de sus comunicaciones en internet es lo que propone, a su vez, el proyecto Manda Nudes de CodingRights.
De a poco, el debate comienza a enriquecerse en nuestros países y, lo que era impensable hace cinco años atrás, comienza a tener una presencia innegable: el acoso por razones de género, en todas sus formas, es una práctica patriarcal cada vez más combatida en múltiples frentes. Quedan tareas importantes por delante: quizás, una de las más urgentes, es seguir trabajando por lograr una agenda común entre las agrupaciones que trabajan combatiendo el acoso callejero y aquellas que lo hacen con el acoso en internet, de modo tal que se termine con la separación ficticia entre el mundo en línea y el “real”, y así comprender que la complejidad del problema de la violencia contra la mujer no distingue espacios. Así como ninguna mujer ni niña debería privarse de salir a la calle después de cierta hora por temor al acoso callejero, ninguna mujer ni niña debería moderar su discurso en internet por temor a las represalias.
Mientras tanto, las resistencias culturales se multiplican en nuestros países y el trabajo es seguir alimentándolas hasta hacer del hábito del acoso una práctica añeja e indeseada. Como dice la reconocida antropóloga mexicana, Marta Lamas, "los avances teóricos no garantizan una transformación de las costumbres: ésta es resultado de movilizaciones sociales aunadas a una persistente crítica cultural, dirigida a deconstruír lo simbólico". Esa es, precisamente, la batalla que decidimos dar cuando resistimos el acoso por razones de género en todas sus formas. Y el tamaño del enemigo, a la luz de la evidencia, parece no disuadirnos.
Imagen por Cecília Silveira para Chega de FiuFiu
[1] CEPAL, 2099, p.14 http://repositorio.cepal.org/bitstream/handle/11362/38862/S1500626_es.pd...
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